viernes, 1 de marzo de 2013

Mitos: Orfeo y Eurìdice.


Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira,
instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en
homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los
árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río
Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica
ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante,
sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por
esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico
y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de
tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro
hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo
rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...
¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades,
que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero
la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un
bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del
Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha.
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—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los
invitados.—
Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice
ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en
coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta
y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá
miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades, emocionadas, le
murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos,
donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la
razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo
Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en
devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!
La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una
locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha lanzado sin temor
en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos
lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por
las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro:
las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero que
viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para
llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las
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almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla,
frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos
y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos
llenan la caverna.
Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella
Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso
dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido
por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos?
¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda
razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza,
indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea: acepto que partas con tu
Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra
separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis dominios. Pues serás tú
mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si
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desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que
Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas de los
ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no
abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez.
¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra
la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo de los vivos...
Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caverna, adivina el roce de un
vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de
prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas,
indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa
duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son
capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo
comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un
eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de
los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!
Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que cruzó en su
camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender
a olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar,
sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche quiere
comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y
constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las
bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!
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Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en
su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a
mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo
llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo, en bailes
desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su
grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a
permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos
de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la
muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a
rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una
de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge
su lira y también la tira al agua.
La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado.
Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno
de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa
belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.
La dolorosa historia de Orfeo y de Eurídice es mencionada por los trágicos griegos, entre ellos Eurípides
(siglo V a. C.) en su obra Las bacantes. Más adelante, esa historia fue tema de muchas óperas, como las de
Claudio Monteverdi (siglo XVII) y las de Christoph Gluck (siglo XVIII).
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Teseo y Ariadna
Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo Teseo le
preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete doncellas y siete muchachos
de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?
—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de Grecia, acababa de llegar
a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese monstruo, decían, poseía el cuerpo de un hombre
y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba de carne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la guerra contra el rey de
Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su
monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas. Enfrentaré al Minotauro,
padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de una trampa de
Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se esconde en el centro de
un extraño palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente entrelazados que
aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de
cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por
jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros
mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por
velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título
que eres el de Egeo1...
Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás allí un anillo de oro que
el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio una joya
que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo lo que le había
1 La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.
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revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de su
corte. Fue a presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia —dijo el rey mientras
contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado. Reconociendo el
anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a qué prodigio el hijo de Egeo
había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus
armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la
temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había observado durante
un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el
trabajo de punto que llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a Teseo,
una loca idea germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba durmiendo!
Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en la
sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el laberinto, jamás saldrás de él.
Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían empujado a llegar hasta él esa
noche. Perturbado, murmuró:
—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular...
La muchacha se acercó al héroe para confiarle:
—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de engañar a
Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en vez de inmolarle el magnífico animal que el dios le
había enviado. Poco después, mi padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su
venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que se había cometido contra él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y
la indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar construir una carcasa de vaca con
la cual se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
—¡Qué horrible estratagema!
—La continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna temblando—. Mi madre dio nacimiento al
Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese monstruo; pero quiso esconderlo para siempre de la vista
de todos. Convocó al más hábil de los arquitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...
Impresionado por este relato, Teseo no sabía qué decir.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador de hombres merece mil
veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
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—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún más al joven y le dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me llevarías de regreso contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey. Pero él había ido hasta esa
isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías acabar
con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella? ¿O se
sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz se
mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño edificio, Ariadna
murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe tomó lo que ella le extendía:
un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, comprendió que a ese muchacho y a
su hija les costaba mucho separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió a sus compañeros que
vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino que los
condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido infranqueables bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la posibilidad de no
llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal que se terminaba
llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y
del sueño, Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?
Los muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un fuerte olor a carroña.
—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme y, sobre todo, ¡no se
muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más
espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas poseían
músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de satisfacción voraz.
Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos
afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el momento en que el
monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un buey...
¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a los dos cuernos para
saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del cuello de su enemigo
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y, con toda su fuerza, ¡las estrechó! Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar
los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A pesar de la arena que se
filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia, tuvo un
sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa inerte. Su primer reflejo
fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte lenta: no encontraremos
jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que los
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había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios
benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba con tanta
prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos
sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija de Minos echó una
mirada enternecida al enorme ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras podido enrollarlo mejor...
El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se escurrieron entre las calles
de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija al que mató al hijo de su
esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo, ya que su laberinto no
protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre2.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios, Baco, el que se le
apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una isla. No se convertirá en tu esposa. Tengo
para ella otros proyectos más gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió enfrentar una tormenta tan
violenta que el héroe vio en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.
La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras Ariadna seguía durmiendo sobre la
arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó partir lo antes posible. Sin la muchacha.
—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de sus compañeros.
Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna:
seducido por su belleza, ¡quería convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría con ella cuatro hijos y
que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina se había prometido, incluso,
regalarle un diamante que daría nacimiento a una de las constelaciones más bellas...
Claro que Teseo ignoraba las intenciones de ese dios enamorado y celoso. Singlando de nuevo hacia
Atenas, se acusaba de ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había hecho...
Apostado a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con la mano como
visera encima de los ojos:
—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!
Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su puerto. Loco de esperanza y de inquietud, el viejo rey
Egeo acudió a los muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las velas y decirme cuál es
2 Minos condenará a Dédalo y a su hijo Ícaro a quedar prisioneros en el famoso laberinto.
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su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la orilla. Teseo se precipitó
hacia él. Adivinó enseguida lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo le hizo olvidar de golpe
su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de perder a una esposa y a un
padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose.
El nuevo soberano se recogió sobre los restos de Egeo. Solemnemente, decretó:
—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que baña las
costas de Grecia lleva el nombre de Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. En el día naciente, vio a lo lejos las velas
oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió, entonces, que nunca
volvería a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente sobre la
ingratitud de los hombres.
Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada.
Retomó las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella ignoraba, puso
nuevamente manos a la obra.
Tejía a la vez que lloraba.
El poeta latino Catulo (siglo I) y, más tarde, Ovidio en sus Metamorfosis relatan este mito.

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